Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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Legislatura: 1878 (Cortes de 1876 a 1879)
Sesión: 27 de febrero de 1878
Cámara: Congreso de los Diputados
Discurso / Réplica: Discurso
Número y páginas del Diario de Sesiones: 9, 149-156
Tema: Contestación al discurso de la corona

El Sr. PRESIDENTE: Continúa la discusión del proyecto de contestación, nuevamente redactado, al discurso de la Corona. (Véase el Apéndice tercero al Diario num. 5, sesión del 21 del actual; Diario num. 7, sesión del 25 de ídem, y Diario num. 8, sesión del 26 de ídem.)

El Sr. Sagasta tiene la palabra, primero en contra.

El Sr. SAGASTA: Al hacer uso de la palabra por la primera vez, Sres. Diputados, después del largo silencio que el partido constitucional se impuso por consecuencia de actos inconstitucionales del Gobierno, sobre todo por su conducta en la organización del Senado, debo comenzar por exponer los motivos en que fundamos aquella resolución y manifestar las razones que han servido de base para tomar nuestro último acuerdo, en virtud del cual tenemos el gusto de encontrarnos de nuevo entre vosotros, y yo además el sentimiento de tener que molestar vuestra atención; cuya benevolencia, que hoy más que nunca me es necesaria, os demandaría si no tuviera de antemano bien aprendido que os apresuráis de buen grado a concederla siempre a los que como yo la han menester. Cuento, pues, desde luego con vuestra benévola atención; en cambio yo os prometo ocuparla por muy poco tiempo siendo tan breve como me sea posible y como realmente me conviene; porque ya que me voy reconciliando con vosotros, señores de la mayoría, voy a revelaros un secreto; digo, no un secreto, que un secreto sería mucho todavía, pero voy a revelaros la mitad de un secreto; la otra mitad la voy a dejar para cuando nuestra reconciliación sea completa. La mitad del secreto que quiero revelaros es que no quería hablar en esta ocasión, porque entiendo que me convenía más callar; y la otra [149] mitad está en la razón que tengo para creer que me convenía no hablar; razón que, como he dicho, guardo para mejor ocasión.

Pero la minoría constitucional tenía pedido un turno en este importante debate; el turno ha llegado; el compañero nuestro encargado de consumirle no está desgraciadamente bien de salud, y aquí estoy yo para llenar su puesto, sin preparación ninguna, sin plan ninguno, sin apuntes, y con el disgusto de que en el cambio va a perder el debate y vais a perder vosotros, lo cual, a pesar de que yo no soy culpable me tiene verdaderamente inquieto, porque por nada en el mundo quisiera proporcionaros directa ni indirectamente en este momento el más pequeño disgusto; bastante tenéis con los disgustos que diariamente os da el Ministerio. Es, pues, difícil mi situación, pero la afronto con el valor que es necesario tener cuando no se puede pasar por otro punto, exponiéndome a que mi discurso de esta tarde, ya que de petardos hablamos, sea un verdadero petardo; al fin y al cabo me consuela la idea de que si en efecto resulta un petardo, ha de ser tan inofensivo por lo menos como los petardos de que nos ha hablado esta tarde el Sr. Ministro de la Gobernación.

Y prescindiendo ya, Sres. Diputados, de todo exordio, entro de lleno en la cuestión.

Ahogando amargos recuerdos, sofocando justísimos resentimientos, y sordos a toda sugestión que no naciera del más puro patriotismo y de la más acendrada hidalguía, acatamos el acto de Sagunto, a pesar nuestro y contra nosotros realizado, y nos sometimos resignados a todas sus consecuencias. Más tarde, haciendo nuevos y dolorosos sacrificios en aras del bien del país, asistimos en plena soberanía de la fuerza al simulacro electoral que diera vida a este Congreso; o mejor dicho, aceptamos con resignación lo que el Gobierno nos quiso conceder, y vinimos a las Cortes y tomamos parte en sus deliberaciones, y oposición honrada en ambas Cámaras combatimos noble, leal y constitucionalmente la política del Gobierno, su administración y hasta sus extravíos, contribuyendo así a la gobernación del Estado, aunque fuera con nuestros votos negativos, siempre con la esperanza de que los lares de aquella política que nosotros creíamos desacertada y funesta habían de tener en su día remedio.

A pesar de tanta abnegación y de tantos y tan dolorosos sacrificios, si los constitucionales aceptaban la legalidad y dentro de ella discutían, votaban y se movían, a juicio de nuestros adversarios no lo hacían por patriotismo, por el bien del país, por destruir en cuanto de ellos dependiera todo germen de desventuras en este desgraciado suelo de nuestra Patria, sino por despecho, por afán inmoderado del poder, que a todo trance y de cualquier modo querían obtener. Llega el desgraciado interregno parlamentario que entre las dos primeras legislaturas trascurrió, y el Gobierno completa la organización política y administrativa del país; pero con tan grande exclusivismo y de un modo tan egoísta y personal, que cerró por completo la puerta del porvenir a los partidos liberales más allá de los actuales gobernantes. Grandes eran sin duda las dificultades que a los partidos liberales iba ofreciendo el Gobierno con los procedimientos empleados en las elecciones de Ayuntamientos primero y en las elecciones provinciales después; pero estas dificultades, ni eran insuperables, puesto que la ley da a los Gobiernos los medios de vencerlas, contra aquellas corporaciones populares que saliéndose de su órbita administrativa se empeñaran en serles hostiles, ni mucho menos podrían ser insuperables, una vez que han de renovarse por mitad cada dos años aquellos cuerpos administrativos.

Pero llega, Sres. Diputados, la organización del Senado en su parte permanente, en aquella ante cuya hostilidad son impotentes todos los Gobiernos, en aquella en que por ser limitada y por ser de nombramiento de la Corona deben tener igual participación todos los partidos que están dentro de la legalidad, para que así el Rey no sólo sea, sino aparezca Rey de todos los partidos, pues el Poder moderador debe proporcionar a todos los partidos iguales medios de llegar a la gobernación del Estado, y en vez de hacer eso, se proscribe en absoluto a los partidos liberales, imposibilitando su acceso a la gobernación del Estado, mermando así una de las más altas prerrogativas de la Corona, la de una libre elección de los Ministros, y quebrantando y destruyendo por su base el sistema representativo constitucional.

Ante exclusivismo tan inmotivado, ante desaire tan inmerecido, ante perspectiva tan poco halagüeña, el partido constitucional consultó a sus correligionarios la conducta que debía seguir; y en esta situación colocado, como protesta contra semejante proceder, se abstiene de tomar parte en los debates políticos; no discute, no vota, se limita única y exclusivamente a defenderse si es atacado; y también entonces para nuestros adversarios el partido constitucional es impaciente, y se abstiene por afán inmoderado de mando. De manera que éramos ambiciosos e impacientes cuando luchábamos, y somos también ambiciosos e impacientes cuando no luchamos; siempre somos impacientes. Es verdad, debemos siempre aparecer impacientes para todos aquellos que creen que este Gobierno es el mejor de todos los Gobiernos, y que se postran de hinojos ante su poder y que aplauden hasta sus increíbles extravíos.

No, no era la impaciencia del poder lo que determinaba nuestra conducta. El partido constitucional, que ha abandonado el poder muchas veces, que lo ha abandonado sin esfuerzo alguno cuando contaba con mayorías grandes que lo apoyaban, no había de impacientarse por el afán de gobernar; porque los partidos que han dado pruebas de patriotismo, al dejar el poder, cuando el patriotismo se lo aconseja, sólo al patriotismo obedecen para obtenerle. El partido constitucional, que no ha manifestado cuando ha poseído el poder afán de conservarlo, no había de manifestar ahora afán de alcanzarlo cuando no lo tiene.

Lo que informaba nuestra actitud era nuestro patriotismo desconocido, era nuestra dignidad ofendida, era nuestro sentimiento lastimado en el amor que sinceramente profesamos a las ideas liberales; era la conciencia del peligro en que veíamos las instituciones y los más caros intereses de la Patria con aquella política de exclusión. Nosotros presenciamos, tristes sí, pero con calma, el desagradable espectáculo de una desgraciada parodia electoral, y la también desgraciada confiscación de aquellas franquicias municipales que un tiempo hicieron la gloria de nuestra Patria y que después han venido a ser base sólida del sistema constitucional; nosotros asistimos, con dolor sí, pero resignados, a la muerte violenta de nuestra Constitución y a su reemplazo por otra, hecha sin las formalidades, sin los requisitos, sin las garantías que exige medida de tal trascendencia e importancia; nosotros presenciamos, con tristeza sí, pero con paciencia, el en- [150] cerramiento en la fosa común donde yacen todas las conquistas de Septiembre, de la libertad religiosa, sustituida por una cobarde intolerancia; nosotros consentimos que se entregara a discreción del Poder central la vida del municipio y de la provincia, que apenas pueden ocuparse hoy de sus exclusivos y propios intereses; nosotros vimos también con tristeza, pero con resignación, entregada la prensa a un decreto dictatorial anterior a la Constitución y por ella derogado, a un decreto aplicado por un tribunal que está siempre funcionando fuera de la Constitución del Estado; nosotros, por último, vimos con dolor, pero sin impaciencia, nosotros vimos en la cuestión económica, cómo locamente se comprometían los intereses del porvenir, y cómo todos los años se desprendía de las manos del Gobierno una de las más pingües rentas, sin que el déficit disminuya por eso, camino seguro para la ruina de nuestra ya desventurada Hacienda.

Nosotros continuamos resignados porque creemos que como remedio a esta serie interminable de desafueros se abrirían de par en par a todos los partidos las puertas del alto Cuerpo Colegislador, para que allí se pudieran en su día destruir los males que iban naciendo al calor de poderes personalísimos y del monopolio gubernamental. Pero, ¡vana ilusión, Sres. Diputados! Aquella serie de interminables desaciertos fue coronada por uno que los afirmaba y que los hacía permanentes. Los partidos liberales fueron excluidos casi en absoluto del Senado; aquel alto Cuerpo Colegislador es un Cuerpo cerrado, porque según la Constitución el número de Senadores es limitado y fijo; por consiguiente, la exclusión del partido liberal del Senado era la exclusión de los partidos liberales del poder.

No se trataba, por tanto, de que el Gobierno fuera más o menos conservador, ni de que permaneciera más o menos tiempo en ese banco; eso no hubiera sido bastante para fundar nuestra actitud. Los hombres políticos conservadores pueden ser en el Gobierno tan conservadores como quieran y puedan, dentro por supuesto de las leyes; los liberales pueden también ser tan liberales como quieran y puedan, dentro también de las leyes, y entonces las oposiciones, ya conservadoras o ya liberales no tienen más remedio que someterse a su dominación, disputándoles el poder en los debates parlamentarios, y si pasa mucho tiempo sin llegar al poder, deben resignarse y sufrir las consecuencias de su impopularidad, de su ineptitud o de su desgracia. Pero cuando los Gobiernos faltan a las leyes que ellos mismos han establecido; cuando ahogan por la fuerza la oposición; cuando el pacto entre gobernantes y gobernados es obligatorio sólo para éstos últimos; cuando ni los discursos ni los trabajos de las oposiciones sirven de garantía para que las leyes sean por el Poder cumplidas y respetadas; cuando no se quiere poner remedio al mal, ¿qué recurso les queda a las oposiciones, más que protestar, esperar mejores tiempos y no entrar en lucha ni en discusión cuando se comprende que todo ha de ser estéril y que no ha de servir más que para excitar los ánimos y acalorarlos en busca de otros procedimientos que les alcancen lo que por procedimientos legales no pueden alcanzar?

Nosotros, a pesar de nuestra difícil situación y del empeño del Gobierno en echar abajo piedra por piedra lo que había quedado en pie de nuestra política y de nuestra administración, mientras creímos que podía tener remedio, nos resignamos; pero cuando vimos que excluidos del alto Cuerpo Colegislador no podía buscarse ese remedio por la discusión; cuando vimos mermada la prerrogativa de la Corona hasta el punto de que el día que tuviera necesidad de llamar al poder a los partidos liberales, había de hallar obstáculos en su libre ejercicio; cuando vimos, en fin, que se cerraban todos los medios de resolver pacíficamente los problemas del porvenir, entrando en el camino de las aventuras, en que no queremos entrar, porque no queremos ya más aventuras para este desdichado país, no tuvimos más recurso que abstenernos por el momento y consultar con nuestro partido lo que en tales circunstancias debía hacerse, para resolver en definitiva lo más conveniente a los intereses públicos; y es más: debimos salvar nuestra responsabilidad ante nuestro partido y ante nuestro país, y no intervenir de manera alguna en esta política de exclusivismo, que, como todas las políticas de exclusivismo, lleva en su seno gérmenes de grandes perturbaciones. Este fue el motivo de nuestra conducta, este el motivo de nuestra abstención, que no ha consistido, como algunos han supuesto, en abandonar el Parlamento, en huir de estos escaños, porque a ellos hemos venido cuando hemos sido atacados, sino que ha consistido únicamente en limitar nuestra acción parlamentaria a la defensa de nuestros actos cuando por ellos se nos dirigieran cargos.

Dicho esto, voy a exponer ahora las razones que hemos tenido para destruir en nuestra acción parlamentaria la limitación que por el primer acuerdo le habíamos impuesto. Nos quejábamos de que en la organización del Senado no se hubiera dado a los partidos liberales la participación que de derecho les corresponde; que no se hubiera dejado allí latitud bastante para dar al Senado la elasticidad necesaria al turno de los partidos en el poder. Así debió comprenderlo el Gobierno, cuando trató de remediar este mal, por más que ahora diga otra cosa y quiera sostener que sólo una mala inteligencia nuestra pudo dar lugar a nuestra determinación; así debió comprenderlo el Gobierno, cuando trató de remediar el mal, facilitando por medio de una modificación reglamentaria que exigió del alto Cuerpo Colegislador, y que yo no sé hasta qué punto cabe dentro del espíritu de la Constitución, 20 plazas de Senadores vacantes, las cuales, unidas a las siete que se dejaron sin proveer cuando el Senado se constituyó, y a las que desgraciadamente ha producido la muerte, dan por resultado las 35 plazas de que nos hablaba el Sr. Presidente del Consejo de Ministros, y que proporcionaban a los partidos liberales la participación que en el Senado no se les había concedido cuando este alto Cuerpo se creó.

Y el partido constitucional no ha hecho mérito de esta satisfacción a sus quejas y de otras satisfacciones que sin duda hubiera obtenido si las hubiera procurado, porque a los pocos días de haber tomado nuestro acuerdo, el Presidente del Congreso entonces, Sr. Posada Herrera, creyó de su deber intervenir en el asunto y ofreció espontáneamente su mediación para arreglar con el Gobierno lo que él llamaba conflicto parlamentario. El partido constitucional no pudo menos de aceptar gustoso aquella intervención después de haberse asegurado de labios de aquel ilustre repúblico que si no estaba dispuesto a proponer nada que pudie- [151] ra rebajar el prestigio del Gobierno, tampoco estaba dispuesto a aceptar nada que lastimara en poco ni en mucho la dignidad del partido constitucional, al renovar las relaciones de la oposición con el Gobierno, por aquel acuerdo interrumpidas. Entre tanto la Junta directiva del partido constitucional iba recibiendo de sus comités las contestaciones a la consulta que se les dirigió; y como era de esperar de la disciplina que por patriotismo se han impuesto y de la confianza con que la honran, después de aprobar completamente su conducta, dejaban a la Junta en completa libertad para resolver en definitiva el asunto como conviniera más al interés del partido y a los intereses de la Patria, ofreciendo de antemano su más completa adhesión a lo que la Junta resolviera. En tanto llegó, pocos días antes de la última legislatura, el Sr. Posada Herrera; y no sólo creyó que las minorías del partido constitucional estaban en el caso, sin menoscabo de su dignidad, de volver a los Cuerpos Colegisladores, sino que en una conferencia con que me honró pocos días después de su llegada a Madrid, fue de opinión que volviera la minoría constitucional a entrar en las luchas parlamentarias, empezando por tomar parte en la elección de la Presidencia.

En resumen, Sres. Diputados, y para no molestaros más con esto que es, digámoslo así, peculiar al partido constitucional, el partido constitucional, que no estaba comprometido por su primer acuerdo, que podía resolver libremente la cuestión de discutir o no con el Gobierno, puesto que en libertad le dejaban los comités consultados, ha adoptado la resolución afirmativa: primero, porque el Senado por disposiciones posteriores a su organización ofrece hoy una facilidad al turno de los partidos en el poder, que no ofrecía antes de esas disposiciones; segundo, porque la más vulgar noción de patriotismo impedía que el partido constitucional ni ningún partido se comprometiera de antemano a una inacción parlamentaria ante los conflictos que pudieran surgir de los grandes acontecimientos en estos últimos tiempos ocurridos; tercero, porque el señor Presidente del Congreso, a cuyas expertas manos habíamos confiado este asunto, a cuyo fallo habíamos sometido la cuestión, fue de parecer que las minorías constitucionales debía acudir ya a los Parlamentos; y cuarto, porque en cuestiones de conducta, y esta era una cuestión de conducta, todos los partidos las resuelven como lo creen conveniente a sus intereses y a los intereses de la patria según las circunstancias; y si el partido constitucional creyó que debía limitar su acción parlamentaria porque así lo creyó conveniente, porque así lo cree conveniente hoy ha destruido la limitación que impuso a su intervención en el Parlamento, y vuelve hoy a encontrarse entre vosotros.

Por último, señores; para resolver esta cuestión, si hubiera habido lucha -que no la ha habido un solo momento- entre la satisfacción del amor propio y el deber del patriotismo; si prescindiendo del primero hubiéramos seguido los impulsos del segundo, tanto mejor para el partido constitucional, que ahora, como siempre, ha sabido sin sacrificio alguno anteponer el amor de la Patria a su amor propio. (Aplausos generales.)

Y hecha esta manifestación, entro en el examen del discurso de la Corona.

El partido constitucional se felicita del asentimiento universal de propios y extraños con que ha sido acogida la elección que inspiraran al joven Monarca las nobles prendas de carácter de la que con él ha querido compartir no sólo los esplendores de la Corona, sino todos los deberes y sacrificios que impone el Trono: se congratula de que los jóvenes Monarcas procuren para siempre confundir su porvenir, sus aspiraciones y sus dichas, en el porvenir, las aspiraciones y las dichas de su pueblo. De las cualidades del Monarca, de las prendas de la Reina, y sobre todo, de la amarga experiencia que aunque jóvenes cuentan ya ambos esposos, espera confiado que han de procurar cifrar la ventura de su unión y la duración de su reinado, más que en los esplendores del Trono, en el brillo de sus virtudes; más que en el apego a las prerrogativas de su Corona, en el amor a las libertades de su pueblo; más que en la ostentación y fausto de las antiguas Monarquías que alucinaban al vulgo, en aquella moderación, aquella templanza y aquella modestia que tan bien sienta a los Reyes en los pueblos afligidos; en los pueblos afligidos, señores, que valiéndome de las mismas palabras de Jovellanos dirigiéndose a los Príncipes, mientras a ellos elevan sus brazos, la posteridad los mira desde lejos, sigue sus pasos, observa su conducta, escribe en sus memoriales sus acciones, y reserva sus nombres para las alabanzas, el olvido, o la execración de los siglos venideros. (Sensación.)

Por eso la minoría constitucional ha sentido mucho más que en otro caso sintiera, que el Ministerio no se haya cuidado de no comprometer el acto solemne en que los egregios esposos, llenos de alegría, de amor y de esperanza, acudían por primera vez a este palacio, morada del espíritu de la Nación, no sólo para rendir un tributo de respeto y acatamiento a la voluntad nacional, sino para darle cuenta exacta en un documento del Ministerio responsable, del estado de sus intereses, del desarrollo de su riqueza, de sus relaciones con los demás Estados y de las miras para su futura prosperidad.

Por eso siente la minoría constitucional que el Ministerio no haya cuidado más de no comprometer el efecto de aquel acto solemne con un largo discurso lleno de frases inútiles y atestado de detalles innecesarios, dejando a la casualidad del momento el entusiasmo, la veneración y el cariño (que más que por cortesía, por deber, y de justicia, en esos solemnes momentos debe manifestarse de una manera indudable), y produciendo con la pesadez y monotonía del discurso la monotonía y la frialdad de la recepción. Pero esa pesadez, capaz de apagar hasta el entusiasmo que la presencia de los Reyes inspira; la inusitada extensión dada al relato de los grandes beneficios debidos a la paternal administración del Gobierno, contrasta grandemente con las injustificadas omisiones que en el discurso de la Corona se notan.

Conformes en todo están los constitucionales con los sentimientos expuestos al hablar de la dolorosísima muerte del excelso Pío IX, así como nos felicitamos por la elección que el Cónclave ha hecho con entera independencia en la capital del Reino de Italia, por la libre elección que ha recaído en aquel que desde hoy, bajo el nombre de León XIII, ha de regir los destinos del mundo católico: el sentimiento que nos ha causado la irreparable pérdida de Pío IX, si pudiera encontrar lenitivo, lo hallaría ciertamente en la designación para su sucesor en la Silla de San Pedro de un Pontífice que, tan virtuoso como su antecesor, y como virtuoso tolerante y conciliador, ofrece halagüeñas esperanzas de que pronto será un hecho la concordia entre la Igle- [152] sia y el Estado, tan fecunda en beneficios y tan necesaria para el progreso tranquilo del Estado y de la Iglesia . Considera el Gobierno que el Cónclave ha funcionado libremente en Roma; hemos visto todos que ha desempeñado la más alta de sus misiones más pronto y con más facilidad e independencia que Cónclave alguno desempeñara. El Gobierno así lo reconoce; se congratula de aquel resultado, que tan alto habla a favor de la consolidación de la unidad italiana.

Pero no comprendemos, Sres. Diputados, no comprendemos el silencio guardado por la pérdida que en la muerte de Víctor Manuel, Rey de una Nación amiga, padre del que, aunque por poco tiempo, ha sido también Rey de España, lloran Italia, la Europa y cuantos se interesan por la consolidación de las Monarquías constitucionales y por la suerte de la libertad en el mundo (Muy bien; aplausos); como no comprende tampoco el partido constitucional la falta de un párrafo, entre tantos y tan largos, y algunos tan inútiles, como el discurso de la Corona contiene, sobre asuntos que tanto han preocupado, que tan hondamente están preocupando a toda Europa, si no para comprometer su opinión respecto de la actitud de España, que en eso ha hecho bien el Gobierno, por lo menos para manifestar su buena voluntad hacia aquellas Naciones que, amigas de la nuestra, han tenido la desgracia de acudir para dirimir sus discordias al triste recurso de la fuerza; y para expresar como deber ineludible el deseo de que la guerra tenga pronta terminación, o por lo menos que, encerrándose dentro de las fronteras de los países beligerantes por las condiciones del territorio, no vaya a producir más grandes y terribles consecuencias.

Y volviendo otra vez la vista a nuestro país después de esta rapidísima excursión a la política exterior, España habrá visto con asombro los alardes de una prosperidad nacional de la cual por desgracia está muy distante nuestra Patria.

Basta, Sres. Diputados, no cerrar los ojos a la luz, para convencerse, a pesar de la paz interior y exterior de que tanto se vanagloria el Gobierno, para convencerse, repito, de que el orden interior no nos da motivo a satisfacción alguna, de que no hemos entrado todavía en el camino de la prosperidad y de que no brotan por todas partes aquellos gérmenes de producción y de riqueza. Aun se sienten aquí y en Cuba los efectos de guerras fraticidas: descontentas e inquietas están las provincias vascas: la intranquilidad y la inseguridad dominan en los campos, y el temor se apodera de las ciudades y de las provincias: sin esperanza y presa de una atonía devoradora se encuentra todo el país, y es peligroso y terrible nuestro estado. (Sensación.)

Ya que de las provincias vascas hablo, yo desearía saber si es cierto lo que en el discurso de la Corona se pone en labios de S. S. respecto de esas provincias; porque parece ser que han aceptado de buen grado la ley de 21 de Julio, y mis noticias son que eso no es exacto. Si alguno de los Sres. Diputados de las Provincias Vascongadas, si el Sr. Aragón, por ejemplo, quisiera decirnos algo sobre el particular, sabríamos a qué atenernos. (El Sr. Martínez Aragón pide la palabra.)

La cuestión económica, Sres. Diputados, ofrece una inmensa gravedad. La administración local y provincial acusa inacción, pobreza de recursos en todas partes: en muchas provincias desaparecen establecimientos de beneficencia por no poder pagar las atenciones más sagradas, quedando en el más completo abandono los asilados y los desgraciados huérfanos que en ellos se albergan. Ciudades hay en que se cierran las puertas de los Institutos y Escuelas de Bellas Artes. Los campos, el comercio y la industria arrastran una mísera existencia, agobiados por las inmensas tributaciones que sufren el trabajo, el capital y la propiedad. Desaparecen muchas industrias; en todas partes quedan muchos campos incultos por falta de recursos en los dueños y los colonos. Se cuentan por millares las fincas vendidas para el pago de contribuciones: se cuentan por millares también los contribuyentes por industria y comercio ejecutados por el fisco. Comercios, talleres y fábricas cierran sus puertas en Alcoy, en Béjar, en Alicante, en Tarrasa, en Manresa, en Sabadell y en otras muchas poblaciones de la industriosa Cataluña, y millares de obreros pululan por los campos y las ciudades sin los medios necesarios para su subsistencia. Las quiebras menudean, los robos se multiplican, los asaltos a los trenes se suceden, los secuestros se repiten; vandálicos atentados llevan la intranquilidad hasta al centro de la capital de la Monarquía; y mientras la alarma, la desconfianza, el malestar y la miseria cunden por todas partes, este Ministerio, con estupefacción general, tiene la osadía de poner en labios de S. M. fantásticas creaciones y se mece en nubes de una engañosa prosperidad, que no tiene reparo en elevar hasta las más altas esferas del Poder. (Bien, muy bien, en la izquierda y centro.)

Ved aquí, Sres. Diputados, el triste cuadro que presenta nuestra prosperidad social, nuestra felicidad económica y nuestras bienandanzas políticas. Pero es imposible, es imposible, Sres. Diputados, que el Gobierno crea lo mismo que ha puesto en labios de S. M. Pues qué, la amarga realidad que a todos se nos impone, esa amarga realidad que tiene sojuzgada a la opinión pública, ¿no se ha de imponer al Gobierno? ¿No es esa amarga realidad la que produce un estoicismo aterrador que todo lo mata? ¡Ah, Sres. Diputados! Si fuera cierto que éramos felices; si fuera cierto que vivíamos en pleno bienestar, todos lo aplaudiríamos y nos regocijaríamos. ¿Veis acaso que el país aplauda y se regocije? Yo excito a los Sres. Diputados que sean tan dichosos, que representen distritos que vivan en medio del júbilo y la bienandanza, a que lo declaren, a que nos muestren las venturas de sus comitentes, para los nuestros todavía desconocidas. No; lo que todo el mundo ve es una indiferencia glacial en todos: lo que todo el mundo observa es el profundo silencio, es la completa indiferencia que se trocarían en entusiasmo y en placemos al Gobierno si fuera cierto lo que tanto se pondera en el discurso de la Corona. En esto no soy eco de la oposición; en esto no soy eco de las minorías: en esto soy eco fiel del sentimiento público; en esto soy también eco fiel de la mayoría. Por eso no es fácil que se levante nadie a desmentirme: es más, estoy seguro de que nadie se levantará. (Rumores y aplausos.)

Vuestro silencio es para mí, Sres. Diputados, la verdadera votación; poco me importa el resultado de la reglamentaria, si el triunfo moral es nuestro. (Sensación.)

Mejoras en los ingresos y nivelación entre éstos y los gastos, son las promesas que el Gobierno nos hace en el discurso de la Corona relativamente a la cuestión de Hacienda; pero es el caso que esas mismas promesas, y todavía más acentuadas, y todavía más hala- [153] güeñas, nos he hecho ya tres veces este Ministerio, y otras tantas se han traducido en amargos desengaños tan placenteras esperanzas. Un anuncio más no es cosa que nos haga concebir ilusiones tantas veces defraudadas; pero es lo cierto que este Ministerio, al cabo de tres años, no ha salido del sistema de negociaciones ruinosas, a pesar de los presupuestos nivelados que con tanta seriedad nos ha presentado.

Nosotros comprendemos que si hay descubiertos en el Tesoro, hay que saldarlos y hay que acudir para ello al crédito; pero adoptar como sistema el acudir al crédito imponiendo gravámenes al contribuyente para gastar sumas enormes en intereses, giros y comisiones, sin hacer nada a favor de los fondos públicos, sin que se vea la esperanza de que tarde o temprano se ha de dominar la crisis financiera que nos abruma, es marchar derechos a la ruina de la Nación.

No hay que llamarse a engaño; con una administración semejante y con semejantes presupuestos que exigen para cumplir los más perentorios servicios, y sólo los mas perentorios, 2 millones de duros de deuda flotante al mes, y que cada año nos cuesta desprendernos de una de nuestras más pingües rentas sin que el déficit disminuya, se va derecho a la bancarrota, y a la bancarrota más desastrosa, porque antes de la ruina de la Hacienda, quedarán arruinados los pequeños contribuyentes, que en este país, como en todas partes, constituyen el nervio de la Nación.

Se comprende el déficit, Sres. Diputados, en unos presupuestos presentados por un Ministerio y planteados por otro; porque como los presupuestos se fundan en un sistema de administración, claro está que variado este sistema se varía el presupuesto, se pueden variar los gastos como los ingresos y resultar déficit en un presupuesto nivelado; se comprende también el déficit en los presupuestos cuando presentados por un Ministerio, este mismo Ministerio los consume, si durante el ejercicio ocurren incidentes imprevistos, circunstancias extraordinarias que no pudieron tenerse en cuenta, porque esos incidentes pueden hacer que se aumenten los gastos o que disminuyan los ingresos; pero cuando un Ministerio un año y otro año, y por espacio de tres, presenta unos presupuestos nivelados, y ese mismo Ministerio los consume, y durante su administración no ocurre ninguna circunstancia extraordinaria que no pudiera o no debiera haberse tenido presente en la época en que se formaron, si esos presupuestos se cierran al fin de uno y de otro año con un déficit igual, si no mayor, que próximamente se eleva al 20 por 100 de su totalidad, ese Ministerio no tiene disculpa, porque revela, cuando menos, una falta de previsión intolerable en los que fueron llamados a regir los destinos de un país.

Pues bien; presupuestos ha presentado este Ministerio, no sólo nivelados, sino con sobrantes, y ha exigido al país a cambio de esta nivelación esfuerzos superiores a su posibilidad. Y estos presupuestos son sobrantes se han cerrado al fin del año económico con un déficit de 500 millones de reales. Pues, Sres. Diputados, el Ministerio que esto hace, el Ministerio que así yerra en sus cálculos, que así falta a sus compromisos, que así defrauda las esperanzas del país, que así pierde la confianza de sus administrados, es un Ministerio muerto, aunque le apoyen todas las mayorías parlamentarias, aunque le apoyaran, que no le apoyarán, todos los Poderes de la tierra. (Aprobación en la izquierda y centro.)

Y no basta que cada año se cambie un Ministro de Hacienda; porque errores tan trascendentales son comunes a todo el Ministerio, y la responsabilidad de esos errores a todo el Ministerio alcanza; porque los Ministerios no pueden equivocarse, y los que tienen esa desgracia, es elemental, deben abandonar su puesto a otros más afortunados, si antes no son despedidos por los que tienen en sus manos el castigo a tamaños errores.

Y aunque sea la cuestión de Hacienda la que realmente debe llamar vuestra atención, porque el estado en que el país se encuentra y la situación del contribuyente son bien desgraciados, yo no he de decir una palabra más después del brillante discurso que pronunció ayer mi querido amigo el Sr. González, cuyos conocimientos en esa materia, aparte de otras cualidades, le han conquistado el respeto de sus adversarios y la confianza ilimitada de sus amigos; y me concreto a recomendar al país la lectura de aquel discurso.

Reconoce el Gobierno en el de la Corona que estas Cortes tienen que ocuparse de tal cúmulo de asuntos, tan importantes y tan urgentes, que no serían bastantes dos largas legislaturas. Pues si esto es así; si el Gobierno confiesa que se han de resolver con urgencia tantos y tan importantes asuntos; si el Gobierno declara además que la Constitución del Estado no se ha practicado porque no se han hecho sus leyes complementarias, ¿por qué el Gobierno ha condenado a la inacción a los Cuerpos Colegisladores por espacio de cuatro meses, los más adecuados para esta clase de trabajos?

Si, pues, la Constitución no se cumple, si no existen las leyes complementarias, el Gobierno tiene la culpa de que esas leyes no existan y de que la Constitución no se cumpla. Lo que hay es, Sres. Diputados, que le convenía al Gobierno distraer al país con promesas y entre tanto gobernar arbitrariamente protestando que no existen leyes que completen la Constitución. Así los ciudadanos españoles no disfrutan de ninguno de tantos derechos como la Constitución les ha concedido; así no se han reunido, ni han podido hacer manifestaciones, ni escribir, más que en la medida y en la forma que al Gobierno le place. Así la prensa está sujeta a un decreto dictatorial anterior a la Constitución, a ella contrario y por ella derogado. Así los escritores públicos están sometidos a los fallos de un llamado tribunal compuesto de unos llamados magistrados que no tienen reparo en ponerse la toga para faltar un día y otro día a la ley fundamental del Estado; magistrados cuya separación, cuya destitución pido, y cuya responsabilidad legal reclamo desde aquí como Diputado de la Nación.

Pues qué, ¿puede existir un tribunal levantado sobre un decreto dictatorial que la Constitución destruyó? Pues qué, ¿pueden dictarse sentencias fundadas en una disposición ministerial anterior a la Constitución, contraria a ella y por ella derogada? Es que, se dice, no encontramos con qué sustituir el decreto; y esto no es exacto, porque ahí está el Código penal en vigor, el cual define y castiga los delitos que por medio de la prensa puedan cometerse, y los que puedan cometerse en las asociaciones y manifestaciones, y cuantos puedan, en fin, cometerse con ocasión del ejercicio de los derechos individuales. Esa es la única ley vigente mientras no se sustituya por otra, y los tribunales no han podido aplicar el decreto dictatorial a que está so- [154] metida la prensa, y han debido aplicar única y exclusivamente el Código penal.

¡Ah, Sres. Diputados, cuánto se abusa de la paciencia de este sufrido país! Pero no se abusaría si existiera espíritu público y este espíritu público encontrara apoyo en la rectitud de los tribunales y valor en los magistrados para no fallar nunca más que dentro de las leyes vigentes y con arreglo a la Constitución del Estado.

El caso es que se ha faltado a la Constitución, y que por confesión del Gobierno la Constitución no se practica porque no están hechas las leyes complementarias de ella. Pues si no queréis aplicar el Código penal, ¿por qué no habéis hecho una ley o modificado el Código con arreglo a vuestras ideas? ¿No os parece bueno? Haberle sustituido con otra ley; que tiempo sobrado habéis tenido, y las Cortes han estado cerradas sin ninguna razón absolutamente, como no sea la de imposibilitar la elaboración de esas leyes.

¡No se practica la Constitución por confesión del Gobierno! Cuando en un sistema constitucional representativo se falta a la Constitución voluntariamente, sin necesidad, sin fuerza mayor que a ellos pueda obligar, o ese Gobierno desaparece, o el sistema constitucional representativo es una mentira. (Muy bien, en la izquierda y centro.)

Señores Diputados, se nos presenta en el discurso de la Corona como el pueblo más feliz de la tierra, como seres entregados a las delicias de Capua; y este pueblo ingrato no agradece tanta dicha y no aplaude al Gobierno; por el contrario, recibe con el más profundo silencio y con la más glacial indiferencia actos de esta situación que en otras épocas no tan venturosas como la presente excitaban su entusiasmo y le hacían prorrumpir en calorosas aclamaciones.

Ni la terminación de la guerra en la Península, ni la paz anunciada próxima a realizarse en Cuba, ni el matrimonio de nuestro Monarca, ni ninguno de esos grandes acontecimientos que conmueven el sentimiento nacional en los países regidos por instituciones libres, ha podido levantar el espíritu público de la atonía en que se encuentra.

Pues este mal, en los países que como el nuestro necesitan la vida de la libertad y de las instituciones representativas, es gravísimo, Sres. Diputados; porque, si bien puede facilitar al Gobierno los medios indispensables para regirle, en cambio el pueblo se consume, se enerva y cae en la postración de una inerte hostilidad, y no hay que esperar de él más que esa indiferencia glacial, ese estoicismo, esa repulsión que todos observamos y todos lamentamos.

Sólo con el vigor y el poderío de la opinión pública, sólo con la vida activa de la libertad, sólo con la práctica de todos sus derechos y deberes, llegan los pueblos al dominio de sí mismos, y brillan y se entusiasman ante la posesión de su cultura y de su grandeza.

Y no he de ser yo tan injusto que atribuya al Gobierno exclusivamente la culpa de este mal, por sus propios amigos públicamente confesado; pero la verdad es que la conducta y la política de un Gobierno influyen poderosamente en los ánimos en países como el nuestro, y lo mismo pueden producir corrientes de entusiasmo que la enervación en el pueblo. La conducta y la política que ha seguido este Gobierno han sido fatales, y su desenvolvimiento durante estos tres años han ido debilitando el espíritu público hasta el punto que todos con dolor hemos visto. Pero, Sres. Diputados, ¿qué frutos ha de dar esta política sin dirección fija y determinada, que nos presenta todos los días, con asombro, la más escandalosa alianza en personas y en ideas, la más refinada mistificación, el más repulsivo personalismo, que es lo que constituye el carácter dominante de esta situación? ¿Qué frutos ha de darnos una política que habla todos los idiomas, según las circunstancias, que une y suma nombres contradictorios y antecedentes cuyas doctrinas son antitéticas, sólo por conservar una mayoría cansada ya de hacer sacrificios tan estériles? Las crisis ministeriales, la constitución de las Mesas de los Cuerpos Colegisladores, la provisión de los cargos públicos, el otorgamiento de las gracias, todo se resuelve aquí, no como conviene a los intereses generales del Estado, sino para amortiguar la ira de algún magnate, para contentar a algún descontento, para contener a algún impaciente, para atraer a algún descarriado, para satisfacer, en fin, puerilidades y pasiones personales; y las crisis ministeriales , y la constitución de las Mesas del Parlamento, y la provisión de los cargos públicos, y el otorgamiento de las gracias, parece que se convierte aquí en una especie de juego de compadres, en el cual no se sabe quién pierde más, si el Poder cediendo débil ante el descontento de los impacientes, o éstos deponiendo humildes sus agravios ante los halagos del Poder. ¿Qué vigor, Sres. Diputados, hemos de encontrar en una sociedad de cuyas alturas diariamente se desprenden semejantes ejemplos? ¿Qué espíritu ha de existir en un país, qué espíritu ha de haber en una sociedad cuyos magnates presentan uno y otro día tal espectáculo, tales muestras de relajación de caracteres? ¡Ah! Es que este Gobierno no es tan peligroso, en mi entender, por la mala política que hace, como por los perniciosos ejemplos que ofrece. (Aplausos.)

Y bien, Sres. Diputados, esto no puede continuar; es necesario que esta lucha de personalidades, que tanto contribuye al relajamiento del espíritu público, que tan fatales consecuencias ha producido y está produciendo en nuestra sociedad abatida e indiferente, ceda su puesto a una política de ideas, a una política grande, definida y resuelta, en la cual no tengan las personas más importancia que aquella que sepan conquistarse por la consecuencia de los principios que profesen y por sus merecimientos; una política franca, una política levantada, una política sincera, que determine por su natural y legítimo influjo los dos grandes partidos que deben existir ante el país y ante la Monarquía, y que presenten con decisión y claridad sus ideas, para que el país sepa a qué atenerse respecto a los principios y procedimientos con que aspiran a la gobernación del Estado. Así, y sólo así, podrá desaparecer esa atonía que todo lo mata; así, y sólo así, podrá levantarse el espíritu público; así y sólo así tendrán firme garantía las libertades públicas y nueva consagración de las instituciones parlamentarias; así, y sólo así, podrán los altos Poderes del Estado ponerse en contacto con el espíritu del siglo, con las necesidades de la vida moderna, y no se verán obligados en otro caso, a hallarse en medio de la soledad que les rodea, a apelar a procedimientos de fuerza, siempre peligrosos y de naturaleza efímera y deleznable.

Para inaugurar esa política, única salvadora y por todo extremo urgente, cree el partido constitucional, atendida la situación de Europa y el estado de España, que es llegado el caso de que se emprenda sin temores ni recelos un movimiento de avance en el ca- [155] mino de la libertad, interpretando genuina y decididamente en el sentido liberal la Constitución del Estado, con el planteamiento sincero de la libertad religiosa, para que España vuelva a recobrar el puesto que de derecho le corresponde en el concierto de los pueblos civilizados; dando a la libertad de imprenta y a todas las demás libertades consignadas en la Constitución y mutiladas o completamente omitidas la diáfana existencia que la misma Constitución del Estado señala; concediendo a los pueblos y a las provincias intervención más amplia, más directa, más constante en sus propios asuntos, para que la descentralización sea una realidad; devolviendo a la licencia la libertad que a menester para que el verdadero mérito no encuentre dificultades en su camino, y tenga fácil y honrosa entrada en las instituciones la juventud amamantada en las ideas del progreso, y por último, modificando nuestra pesada y costosa administración, no sólo para la mejor y más pronta organización de los servicios, sino como base para la reforma que es necesario introducir resueltamente, si contemplaciones de ningún género, en nuestra Hacienda, marchando progresivamente a la nivelación de los presupuestos y proponiéndose llegar a ella en un término que no ha de pasar de cuatro años; y todo esto sin aumentar los gravámenes que hoy pesan sobre el contribuyente, sino más bien aligerando los que son verdaderamente insoportables.

Para la realización de estos propósitos, el partido constitucional, que ha dicho en otras ocasiones que aspiraba a ser el partido más liberal dentro de la Monarquía, o sea lo que pudiera llamarse la izquierda dinástica, sin modificar ni uno sólo de sus principios, sin renegar de uno sólo de sus actos, pone patrióticamente sus compromisos y sus aspiraciones en armonía con los Poderes públicos, si éstos se resuelven al proporcionar a nuestro país la libertad, la paz y el bienestar que disfrutan otros pueblos más felices, en que la voluntad colectiva de los ciudadanos puede satisfacer al amparo de las leyes, las exigencias irresistibles del progreso y de la civilización.

En obsequio a la brevedad que os he ofrecido, voy a concluir; y de propósito he dejado para la última la cuestión de Ultramar.

Poco he de decir sobre aquellas provincias; no es hoy día de discutir la política y la administración que en Cuba, en Puerto-Rico y Filipinas han existido, y la política y la administración que en Filipinas como en Puerto-Rico y en Cuba deben existir; día llegará en que esto pueda hacerse con una oportunidad que no falta. Entre tanto, Sres. Diputados, el partido constitucional saluda con entusiasmo la nueva era anunciada para Cuba y hace fervientes votos por que tengan pronta y completa realización tan halagüeñas esperanzas.

Los que hemos seguido todas las fases de la insurrección de Cuba; los que conocemos los inmensos sacrificios que ha hecho la Nación española para conservar aquel rico territorio; los que conocemos, los que hemos visto el patriotismo con que todos los partidos españoles, sin excepción de ninguno, se han conducido en esta cuestión, haciendo cuanto ha estado en su posibilidad para alcanzar el feliz resultado que hoy se nos anuncia próximo; los que hemos admirado siempre el valor de nuestros soldados, la bravura de nuestra marina, la abnegación de nuestros voluntarios, no podemos menos de recibir con toda la efusión de nuestra alma la paz; ¡la paz! Sres. Diputados, supremo bien de los pueblos; ¡la paz! Sin la cual las alegrías se convierten en lágrimas, los placeres en dolor, las satisfacciones en amarguras; ¡la paz! Que devolverá a nuestra gran Antilla cubana la ventura y la prosperidad de que tan en mal hora la privó la tea incendiaria de la guerra. (Aplausos generales.)

Según se nos dice, la guerra que durante tanto tiempo ha ensangrentado el suelo de la grande Antilla está a punto de terminar; el pabellón de Castilla podrá ondear en aquellas ricas playas, tanto más queridas para nosotros, cuanto más remotas; el país verá coronados sus esfuerzos; España estará satisfecha de haber prodigado sus tesones y la noble sangre de sus hijos para impedir que se le arrancara aquel pedazo de sus entrañas; y Cuba, pacificada y agradecida a la madre Patria, será en adelante, si esto es posible, hija más tierna y cariñosa. Cuba es y será siempre española, porque España en medio de sus mayores quebrantos no permitirá que se le arrebate ninguna de sus provincias, y Cuba es una provincia española que no tiene más condición que la diferencie de las otras que la de exigir mayor cuidado por estar más separada de nosotros. Terminada esa inicua insurrección, es necesario que a la guerra civil que la ha desangrado suceda rápidamente una reconstrucción política, administrativa y social que, basada en principios de moralidad y de justicia, ha de devolver con creces a aquel hermoso territorio la ventura y la prosperidad que disfrutaba en otros tiempos.

Pues bien, señores; si la guerra ha terminado, loor a los generales, a los jefes, a los soldados, a la marina y a los voluntarios que luchando con los elementos, que luchando constantemente contra la muerte escondida en las escabrosidades de la manigua, han sabido vencer a los que atentaban contra la honra y la dignidad de la Patria; y si las condiciones de la paz están, como es de esperar y como es necesario para que la paz sea duradera, en armonía con los recursos de guerra que allí tenemos, en armonía con los inmensos sacrificios que Cuba y la Península han hecho, ¡bienvenida sea la paz, y benditos sean todos los que a la paz de Cuba han contribuido! (Grandes aplausos en la izquierda y centro: los Diputados de oposición abrazan y felicitan al orador.) [156]



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